Esto lo han sentido muchas personas, y es estar rodeado de gente, vivir con alguien y aún así sentirse solo. ¿Por qué sucede esto? Si eres una persona súper independiente, que no tiene miedo de comer sola, de hacer cosas sola, pero la soledad se siente profunda en algunos momentos más que en otros
Tienes que aprender a ser feliz sola. Pero es algo que hago desde que tengo memoria. Me gustan mucho mis momentos conmigo misma, disfruto de ello, pero no quita que me falte algo importante: la conexión humana. El café compartido. El mate que va y viene, el juego de naipes que dice “Chin Chon”. ¿Es que todo eso dónde quedó?
Cuanto más adultos nos volvemos, más ambiciones tenemos. Viajar a Japón, tener un sueldo suficiente y favorable para la vida que deseamos. Tener un buen físico, tener planes todo el tiempo para no pasar tiempo en casa sin hacer nada. Estamos todo el tiempo buscando algo, a veces sabemos bien qué es y para muchos es más fácil encontrarlo. Otros estamos en continua búsqueda de algo más, algo que no sabemos exactamente qué es, pero que es más profundo. Es algo que no se puede comprar, no se puede ganar, es algo que está ahí y parece inalcanzable, pero sabemos que existe. No es tangible, no se puede ver, pero sí se puede sentir. Por eso es difícil de encontrarlo, porque al mismo tiempo buscamos afuera lo que está adentro. Sabemos muy bien que se despierta en ciertas ocasiones y son instantes, momentos conscientes, pero se desvanecen rápido. Entonces queremos más y más de eso que seguimos sin entender qué es, pero nos conecta con un todo más allá de la tierra, más allá del universo.
He logrado sentirme así varias veces. La mayor parte del tiempo es cuando estoy lejos de las distracciones. La distracción más enorme que he conocido en mi tiempo es el teléfono, el celular.
Para mí, el móvil se creó para enviar mensajes instantáneos: “Hola, llegué bien. Hola, llego tarde a la reunión”, y no más que eso. Para hablar con una persona a la distancia, necesitabas enviar una carta. Sí… he tenido un amigo en Italia por carta. Esa sensación de recibir el correo con la estampilla europea me hacía tanta ilusión. Una carta escrita a mano, con letra cursiva, a veces algún dibujo, incluso con una foto de perfil, estilo 4×4, que se solían hacer para los documentos. Andrea, era mi primer amigo por carta, que conocí mediante esos programas maravillosos de penmail o pen algo, ya no lo recuerdo bien. Te inscribías en un sitio para tener amigos por carta en algún lugar del mundo. Y así nos conocimos, bueno, por carta. Nunca nos conocimos en persona.
Para hablar con una persona, hacías un llamado a un teléfono fijo. Y si no querías que te escuchen en tu casa para hablar con tu novio, ibas al teléfono público de la esquina con muchas monedas para que la conversación no sea tan corta. Pero si llamabas y te atendía alguien que no era él, cortabas. Perdías esos cospeles, pero no te importaba, volvías a marcar hasta que te diera con él.
¿Existen aún los locutorios? ¿Me da una cabina, por favor? Y mientras hablaba por teléfono desde el locutorio de la Costa Atlántica para conversar con mi novio, veía cómo pasaban los minutos y cuánto me iba a salir la llamada. Ese era un momento corto, pero de calidad. Era todo un acontecimiento hacer ese llamado. No teníamos al alcance de nuestras manos un celular con el cual podíamos mandar un mensaje vago, un mensaje vacío. Que si no se responde, no pasa nada, total fue gratis, no me implicó tiempo ni esfuerzo. Realmente no requiere nada.
Para ver a una persona, pasabas por su casa. Quizás hiciste varias cuadras, viajaste en bus o en bicicleta con esa emoción de encontrarte con tu amiga. A veces podías llegar a su puerta y su padre te decía que no estaba. Entonces no pasaba nada, porque igual habías hecho todo un esfuerzo por ver a esa persona que, aunque no estuviera, seguro se alegraría muchísimo al saber que fuiste a verla.
Para compartir la vida con una persona, no le mostrabas lo que hacías en Instagram. Le decías: “Vení a casa y hacemos algo”. Ese “hacemos algo” se convertía en el almuerzo y luego salir a hacer los mandados en bicicleta. En “juguemos a las cartas” o “acompáñame a video club y elijamos una película”.
Compartir la vida se trataba de hacer cosas con los demás, aunque sea estar solo sentados en un living hablando de ovnis y de cosas poco importantes. Solo que ese momento era MUY importante. Tanto que ahora me falta. Tanto que ahora nos falta. Y de nada sirve todo lo que podamos obtener y sacar de la vida material si nos faltan estos momentos donde somos conscientes. Donde estamos presentes y no existe nada más, ni un ayer ni un mañana. Y claro que podemos hacer esto solos, yo lo practico a menudo y es más fácil de lo que parece.
Pero cuando tienes esto también tan fácil, te das cuenta de que sigues en búsqueda de esa conexión que te falta. Donde conectas con eso que no puedes ponerle un nombre porque no sabes qué es, pero te hace sentirte vivo.
Podemos llenarnos la vida con esos momentos donde nos sentimos vivos: hacer un deporte que te desconecte de todo y estés presente en ese momento, te eleva y te lleva a ese sitio donde apenas tocas eso que buscamos todos.
Hacer meditación, cuesta un poco más si no hay práctica, pero también te lleva ahí. Es un poco más efímero y no lo logran todos.
Yoga te lleva hasta ahí, la naturaleza te lleva hasta ahí, los animales, los niños te llevan hasta ahí. La música te lleva hasta ahí, el baile, una conversación con amigos, la risa y el llanto.
Todo eso nos lleva hasta ahí y somos capaces de hacerlo solos. Pero ahí está la parte difícil. El lograr hacer todo eso y no sentirnos solos.